VOLUMEN 1, TOMO 2, CAPÍTULO 6
Volumen I Tomo 2 Capítulo 6
Hace un par de semanas, mientras contemplaba con atención las imágenes que me había enviado Arantza, cuatro de sus fotografías aquí expuestas, me vino a la mente con insistencia una pregunta acerca de los límites del mundo conocido. Pensaba en concreto en la línea entre el edificio y la calzada, una encrucijada de planos en la que casi nadie repara y a la que sin embargo hemos de mostrar una consideración singular: allí conjuntan enormes fuerzas telúricas, allí acaba y comienza lo último y lo primero, la trémula frontera, bajo el cielo y sobre la tierra, de lo que sube con lo que yace, y me parecía por todo ello que esa línea, como otras muchas cosas en la vida, poseía la destreza de lo simple para ocultar su enorme valor, lo cual constituía un principio de economía formal, me decía, en el que todos los elementos estructurales, de innegable importancia, quedaban sin embargo relegados a un rol escópico subordinado, pasaban desapercibidos, camuflados bajo el manto de la mínima expresión, como si nada fueran, como Ulises a su regreso a Ítaca, tras un exilio de veinte años, disfrazado de mendigo y, merced a un eficaz hechizo de Atenea, con las facciones cambiadas: nadie le reconoce, ni sus contrincantes, ni su mujer e hijo, solo su perro. Su perro: llegué así a una cuestión sobre la que, acabé por darme cuenta, me he preguntado a menudo, qué migra, cuánto huye, cómo y con tan afán escapa en nosotros aquello que, siendo quizás en origen apenas un ligero descosido, acaba convirtiéndose en la urdimbre de un tributo a la constancia, porque veía esa línea irregular surcar de manera muy diversa por entre las cuatro fotografías de Arantza, en cuatro lugares también diferentes, y me era imposible no pensarla como ojo móvil, no atisbarla en un deambular por las muchas ciudades de sus fotografías. Qué migra en nosotros, sí, qué se nos ausenta, qué se nos va, qué nos falta, para producir ese movimiento, pero también, qué nos separa, qué nos distancia, qué nos asola, pues ¿es el ojo móvil de la fotógrafa aquel que, inevitablemente, llevamos ya todos en el bolsillo, en la mano, en el corazón? ¿no se mueve la fotógrafa en dirección contraria a esta omnipresencia servil del ojo? A diferencia de los fototiempos pasados, ahora el recorrido de las fotógrafas pasa por asumir la fatalidad de un marco de acción por la que cada fotografía parece un milagro que surge entre la espada de la debida singularidad del hecho, del gesto y su expresión, y la pared insoslayable que supone la dilución de la práctica en una forma de uso social, y me preguntaba si esto no había conducido a la fotógrafa a componer lo insólito en la imagen desde lo sólito del hecho, como por ejemplo la contemplación de esa línea, tan habitual y tan lejana, so close so far. Pensé entonces que, quizás en pos precisamente de su consagración como naturaleza confusa y distante, pequeñas soledades debían vivir estos momentos de particular y muy especial determinación, pequeña pero importante hubo de ser la soledad que acogió el instante en el que la fotógrafa, tras dirigir su mirada hacia la parte inferior del edificio, ese encuentro que se diría infeliz entre la torcida línea de acera desmontada que desciende y el plano frontal surcado por grietas de la fachada de azulejos rosas y grises, disparó su cámara y une autre chose a disparu (pues rodea siempre el disparo de la fotógrafa un aire de melancolía mecánica: la imagen aparece porque se la caza y se la captura, se la extrae del mundo y se la aísla, se la transfigura, se la recompone junto a otras de la misma naturaleza, quedando el mundo, sea simbólicamente, a topos huecos, como una constelación de desaparecidos), y habiendo reparado en esta pequeña soledad recordé entonces la conversación que mantuve con Arantza un encapotado mediodía, cuando nos reunimos precisamente para que me hablara de su trabajo, ambos de pie junto a la barra del bar Arias, en la calle San Francisco de Bilbao, frente a la plaza Corazón de María, muy cerca por cierto de la cubierta acristalada por la que es posible contemplar las ruinas del claustro de un convento franciscano del siglo XVI. Sentí verdadero entusiasmo cuando me contó su rutina, paseos a partir de las tres de la tarde, conducida adonde quiera que la llevara la red de Bilbobus, o la de cualquier otro mapa de autobuses en cualquier otra ciudad, y una vez allí —y ese ‘allí’ hemos de entenderlo denso de expectativas, ese ‘allí’ son brasas incandescentes, es un motor de propulsión de energía confabuladora—, una vez en algún sitio, caminar y observar, con ese deshacer y volver a hacer el camino que tienen las miradas solitarias. En alguna conversación anterior ya me había hablado de su interés por relacionar los espacios urbanos que visitaba con el deseo de composición de una ciudad personal, una ciudad de ciudades, y yo, acaso porque siempre me atrajo el proyecto utópico parejo al desarrollo de la modernidad, al que contemplaba como una forma de melancolía —una ciudad ideal que apagara para siempre el sentimiento de exilio, la pérdida del paraíso remoto—, la había ubicado también en lo melancólico, y me preguntaba mientras ella me hablaba si no tendría en su caso esta melancolía un rostro específicamente nostálgico: el propio de Ulises que, tratando de volver a Ítaca, no ve en cada uno de los lugares a los que llega más que la lejanía del hogar. Y, sin embargo, al seguir atentamente lo que me contaba, que fotografía lugares vivos, de uso, pero vacíos, y de tal modo, pensé luego, que surge en el espacio de la fotografía una vida en soledad de las líneas y de los ángulos, de los objetos urbanos y de su posición, tamaño y forma, alejé de mí esta idea; todo lo contrario, me dije, quizás ella lo que busca es simplemente una luz, la que llevan consigo lugares y cosas por el hecho de compartir una existencia. Para terminar, y aunque no venga a cuento: de aquella ocasión tengo apuntada en mi libreta roja una misteriosa observación sin que me sea posible recordar a qué fue debida, decía, «una catástrofe ha destruido el mundo tal y como era conocido, mundo que luchó con desespero hasta el último de sus momentos, y de manera sorprendente, por retrasar su desaparición: solo sabía gritar. La catástrofe dejó el grito sin dueño. Dejó también las cosas sin propietarios ni pretendientes. Dejó el cielo marengo, el ambiente frío y húmedo, las alarmas disparadas, y un tenso ir y venir de luces parpadeantes. Dejó los vehículos encendidos, las televisiones conectadas, los canales no emitían más que nieve. Dejó las puertas abiertas de los bancos, en los parques los aspersores no cesaban, nadie impedía que el viento hiciera de las suyas. Dejó los bosques inanimados. Las montañas sombrías. Los mares como planchas de azul acero. Dejó la ciudad intacta.Y mi corazón lo pudo ver, tan solo por un instante».
Pablo Marte, Bilbao, 2019